Acerca de criterios, guías,
recomendaciones y consensos
Diagnosticar la enfermedad que padece el paciente que tenemos
enfrente, en el consultorio, en la sala de internación, la sala
de guardia o en la unidad de cuidados intensivos es una tarea
que desafía nuestra sagacidad, proveyéndonos solamente de
algunos signos y síntomas (no siempre bien contados), datos de
laboratorio y estudios de imágenes (no siempre absolutamente
confiables) y sobre todo de muy escaso tiempo. Esto es válido
también para la formulación de un plan terapéutico basado en
sólida información bibliográfica y en aquilatada experiencia.
La escasez de tiempo
disponible no se debe solamente a que pueda tratarse de una
situación de emergencia donde la acción inmediata es un elemento
esencial de la eficacia del médico, sino también y en la mayoría
de los casos, a las condiciones inadecuadas de atención a las
que un sistema de salud centrado en los conceptos mercantilistas
de la productividad, nos obliga a diario.
Si lo que se pretende
es llegar a comprender al ser humano que circunstancialmente ha
enfermado y entender por qué lo ha hecho de esta forma y no de
otra, entonces la tarea roza casi lo imposible a menos que el
profesional cuente con una depurada formación humanística que le
permita en pocos minutos recabar información de la historia
biográfica, sopesarla debidamente y analizar las emociones, que
contratransferencialmente generan en él, el discurso, la actitud
corporal, la gestualidad y los silencios del paciente (¿hay
tiempo para silencios en el consultorio de hoy?). ¡Tarea
titánica! Terreno por cierto vasto, complejo y elusivo que
requiere en sí mismo un abordaje específico pero a tal abordaje
no nos dedicaremos en este trabajo.
Circunscribámonos
entonces a la enfermedad y su tratamiento: El problema podría
resumirse en la pregunta ¿Cómo aprovechar el tiempo? El médico
angustiado, en busca de respuesta, descubre que la literatura
sajona, tan proclive a clasificarlo todo y a proponer
ordenamientos donde se pueda marcar con crucecitas (Time is
money!), le ha resuelto el problema. Para eso están los
criterios.
El vocablo criterio,
empleado en este caso, no tiene el sentido castellano de “norma
para conocer la verdad”, sino el inglés “principio mediante el
cual, algo es medido en cuanto a su valor”. Para numerosas
enfermedades se nos ofrecen entonces, criterios diagnósticos, en
algunos casos divididos en mayores y menores. Y así el asunto se
simplifica enormemente. Tres criterios mayores, o dos mayores y
dos menores, o uno mayor y cuatro menores... y tenemos el
diagnóstico. Lástima que no pocas veces, el hallazgo de un
inoportuno bacilo de Koch nos desbarata el diagnóstico de un
lupus sistémico que nos tenía tan satisfechos y que curiosamente
reunía numerosos criterios, o una endocarditis infecciosa que,
puesta en evidencia tardíamente a través de una complicación, se
mostró particularmente reacia a concordar con los criterios de
Duke.
Si algo de bueno
tienen los errores, médicos y no médicos, es que dejan
enseñanzas y de tal manera hemos podido aprender de situaciones
como las referidas que los criterios son de gran utilidad a la
hora de evaluar trabajos de investigación y de comparar
poblaciones de pacientes sobre elementos concretos, pero que
rara vez sirven como mojón incuestionable en el camino
habitualmente sinuoso, pleno de atajos y de interferencias que
conduce al diagnóstico del paciente individual. Ese que vemos
cara a cara y que, a menos que se trate de un colega muy
informado, no conoce en absoluto lo dictaminado por los comités
de expertos en el tema en cuestión.
Los expertos
pertenecen a esa difícilmente definible categoría de médicos a
los que sus pares les reconocen autoridad. Las razones son
diversas y por cierto, no solamente científicas, pero en todo
caso, los expertos son siempre, en todos los grupos sociales,
individuos dignos de atención. Y entonces, si quienes saben del
tema según la opinión mayoritaria, dijeron lo que dijeron y
recomendaron lo que recomendaron, a qué contradecirlos. Hagamos
lo que dicen los consensos de expertos, que por algo lo habrán
dicho y abreviemos el trámite. Así si alguien nos pregunta el
porqué de nuestra elección de un esquema terapéutico para el
tratamiento del paciente con una neumonía grave de la comunidad
que estamos atendiendo solamente atinaremos a responder: “Porque
es lo que indica el último consenso sobre tratamiento de las
neumonías”. No parece ser una respuesta compatible con el
pensamiento científico. “Donde todos piensan igual, nadie piensa
mucho” dice un viejo y sabio proverbio.
Es indudable que las
recomendaciones de los comités de expertos ofrecen conclusiones
elaboradas tras el análisis de un cúmulo de trabajos a menudo
cuantiosos y seguramente inabarcables para el médico asistencial
que pretende estar medianamente actualizado en todos los temas
de su especialidad y en este sentido son de incuestionable
valor. No es menos cierto que suelen tener el sesgo de intereses
económicos y políticos no solamente cuando los autores tienen
conflicto de intereses por recibir retribución monetaria de la
industria farmacéutica sino también cuando son producidos por
instituciones públicas o gubernamentales, con el confeso o
encubierto objetivo de conducir las modalidades terapéuticas en
una determinada dirección, en general por razones económicas.
Si algún lector ha
interpretado, a partir de lo que antecede, que sostengo una
postura iconoclasta y relativista respecto de todo hecho
fehacientemente comprobado, me apresuro a sacarlo de su error.
Como diría Foucault, sugiero simplemente repensar el modo en que
el conocimiento circula y funciona en su relación con el poder.
Lo que propongo abandonar es la aceptación acrítica de lo que se
nos impone desde el sitial que el imaginario colectivo ha
asignado al supuesto saber. Creo que es muy valioso, más aún,
imprescindible contar con la sapiencia y la experiencia de
quienes antes que nosotros han abierto con esfuerzo caminos en
la selva compacta de la ignorancia, pero es necesario recordar
que nunca el hombre ha avanzado en su conocimiento sobre la base
de una aceptación reverencial de lo que se pretende imponer como
verdad indiscutida a la manera de un redivivo “Magister dixit”.
En síntesis, lo que sostengo es que el médico al igual que todo
hombre que busca la verdad, cualquiera sea el camino elegido, no
renuncie a su derecho inalienable y a su obligación de pensar
por sí mismo.
Profesor Titular Dr.
Alcides A. Greca
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