LA EDUCACIÓN Y LOS CAMBIOS
Alcides A. Greca
Porque soy escéptico y pesimista, he decidido afiliarme al
Partido Conservador.
Jorge Luis Borges
Reportaje periodístico
El
universo requiere la eternidad. Los teólogos no ignoran que si
la atención del Señor se desviara un solo segundo, de mi derecha
mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara
un fuego sin luz. Por eso afirman que la conservación de este
mundo es una perpetua creación y que los verbos conservar y
crear, tan enemistados aquí, son sinónimos en el Cielo.
Jorge Luis Borges
Historia de la Eternidad
A los seres
humanos nos atraen y al mismo tiempo nos preocupan los cambios.
Sabemos que por lo general, aunque se produzcan con el objeto de
mejorar nuestras condiciones de vida, son difíciles de asimilar
y que es tarea ardua adaptarse a ellos. Se cuenta que en la
antigüedad, los árabes solían decirle a un enemigo, ante la
inminencia de un nuevo año: “Te deseo un año de grandes
cambios”, porque no ignoraban que grandes cambios, buenos o
malos, iban a significar para este pobre, al que no deseaban
precisamente lo mejor, una empinada cuesta difícil de remontar.
Cualquiera, con una mirada superficial podría
intuir que la tendencia más común del ser humano e incluso de la
naturaleza se orienta hacia la conservación de la energía. En
términos de termodinámica, diríamos que se trataría de la
entropía, esa condición que marca el grado de orden o desorden
que existe en un sistema pero que permite la conservación
energética, aunque la energía se degrade a medida que la
entropía aumenta.
Sin embargo, la idea de cambiar siempre nos
acelera el ritmo cardíaco y nos pone frente a la ilusión de un
avance, en nuestra situación laboral, en nuestra vida afectiva,
en suma, en toda nuestra relación con el entorno. No importa que
muy a menudo los resultados no sean los esperados y que no pocas
veces sintamos el impulso de volver sobre nuestros pasos: todo
aquél que quema sus naves y decide cambiarlo todo, suele ser
idealizado por nuestra imaginación.
Allí están los revolucionarios de todos los
tiempos para ver más claramente esta afirmación. Algunas
revoluciones han significado progresos notables (necio sería
negarlo) pero otras resultaron en nefastas consecuencias
sociales. Sin embargo, sus propulsores, que no trepidaron en
recurrir a las armas y que no ahorraron sangre de sus semejantes
para “convencerlos” de sus ideas superadoras, siguen siendo
venerados como idealistas románticos, sin demasiado análisis de
su modus operandi.
Con las maneras de enseñar y aprender pasa algo
parecido. Frecuentemente nos sentimos un tanto cansados, acaso
hastiados con nuestra forma de educar a las generaciones que nos
suceden. Es así que en un momento dado, alguien agita la bandera
del cambio profundo, radical, a todo o nada, sin dejar piedra
sobre piedra ni rastro de la estructura anterior. Este discurso
renovador siempre consigue numerosos adeptos en forma casi
inmediata. Poco importa que las voces de expertos adviertan de
las acechanzas y los peligros, ni que se señale que lo conocido,
aunque tenga numerosas falencias y defectos por corregir, tiene
al mismo tiempo notorias fortalezas que no sería bueno
dilapidar. Estas puntualizaciones suelen ser tomadas por el
conjunto social como lamentos de retardatarios o de jurásicos
dinosaurios que no se avienen a perder supuestos privilegios o
que no aceptan el desafío del esfuerzo transformador.
Al cabo de algún tiempo, no muy prolongado, por
lo general, los malos resultados nos hacen caer en la desazón y
no falta quien, quizá con el inconsciente propósito de quedar en
la historia, vuelve a proponer un cambio total. Y es así que,
recomenzando desde cero periódicamente, lejos de progresar, nos
vamos estancando cada vez más, entrampados en interminables y
estériles discusiones. En la Argentina, este escenario resulta
por demás conocido en casi todos los aspectos de la vida social
y muy en especial, en el educativo. En otros países, más
avanzados por la sencilla razón de que aprendieron la lección
hace ya mucho tiempo, se corrigen desvíos, se reparan errores,
pero se mantienen los rumbos correctos. Así se progresa. Así se
han construido en todas las épocas, las grandes obras.
No deberíamos perder las esperanzas de que
nuestro país, un tanto lento para capitalizar los desaciertos y
con una alarmante tendencia a la repetición de las condiciones
que causaron sus infortunios (psicoanalíticamente hablando,
probable origen de la neurosis), cambie algún día, comience a
valorar las advertencias de los que conocen del tema y siga sus
consejos, antes que los llamados seductores y temerarios de los
transformadores a ultranza.
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