Lo Médico y lo
Científico
Alcides A. Greca
Hace algún tiempo,
un grupo de colegas con quienes compartimos una larga amistad
además de un obstinado interés en el estudio de la hipertensión
arterial y los factores de riesgo cardiovascular, tuvo la
generosidad de ofrecerme la presidencia del Comité Científico
del XII Congreso Argentino de Hipertensión Arterial que se
llevará a cabo en Rosario en mayo de 2005. Acepté la propuesta
con íntima satisfacción, aun a sabiendas de que se originaba más
en los lazos amistosos antes mencionados que en mis esfuerzos y
contribuciones (modestas por cierto) al conocimiento de esta
temática, y a poco de haberla aceptado varios interrogantes se
me plantearon, lo que no había ocurrido en ocasión de otros
múltiples comités científicos que tuve el gusto y el honor de
integrar en el pasado.
No logro dilucidar
por qué estas inquisiciones aparecen ahora, pero intuyo que el
paso de los años va haciendo que las tareas que antes afrontaba
como un simple desafío personal y casi diría, por el mero placer
de afrontarlas, se tornen ahora en una suerte de desencadenante
de reflexiones acerca del cómo y sobre todo el porqué encaro
como encaro las empresas que la vida cotidiana me pone por
delante.
Conozco de sobra cómo se diseña el programa científico de un
congreso. En muchas oportunidades pensé (y vuelvo a pensar
ahora) en temas de actualidad sobre los cuales reinan la
controversia y la incertidumbre, en nombres de conferencistas,
ilustres o no, de nuestro país y del extranjero capaces de
tratarlos idóneamente, armé mesas redondas, jurados de premios,
paneles de comentadores de trabajos y todo lo que rodea a la
organización, que hoy me aboco a repetir. Pero por primera vez
me pregunto ¿por qué tenemos los médicos tanta tendencia a
llamar científicas a todas, o al menos a muchas de las
actividades que realizamos? Es común que hablemos de comité
científico, programa científico, sesiones científicas, trabajos
científicos con mucha (acaso demasiada) tranquilidad y en no
pocos casos hasta con ligereza.
¿Somos científicos
los médicos? ¿Nos ceñimos al método científico en nuestra manera
de pensar? ¿Aplicamos estrictamente el modus operandi de la
ciencia para diagnosticar y tratar a los enfermos? En caso de no
hacerlo ¿sería deseable que lo hiciéramos sistemáticamente?
La ciencia es un
camino que conduce al conocimiento de la verdad. Con rigor
cartesiano deberíamos ahora definir la verdad y decir que verdad
es la realidad, sería además de un recurso facilista y
rememorativo de una sentencia tan remanida como escasa de
contenido, un punto de partida para una casi ilimitada
disquisición epistemológica. Alguien dirá (y con sólidos
argumentos) que no sólo es real lo tangible; también lo es lo
pensable, lo imaginable y hasta lo fantasioso; en suma, todo lo
que cabe en el lenguaje y por consecuencia se puede designar
lingüísticamente es real. Pero el lenguaje, todos lo sabemos, es
limitado y a veces (muchas veces) incapaz de reflejar emociones,
vivencias, sortilegios que la vida nos depara que no se ajustan
con claridad y unívocamente a fórmulas lingüísticas y no por eso
carecen de realidad.
Es evidente que
verdad y realidad son conceptos de difícil definición, pero para
la ciencia se acepta como verdadero aquello que es capaz de
soportar el cedazo riguroso de la comprobación experimental.
¿Cómo procede la ciencia para verificar? Utilizando los recursos
más o menos desarrollados tecnológicamente que tiene a su
alcance, de acuerdo al lugar y a la época. Va de suyo que nuevos
recursos pueden originar nuevas verdades y así verdades que
resistieron el paso de los siglos se vieron desmoronadas de un
día para otro simplemente porque un instrumento nuevo demostró
que, aunque atractivas y elegantes, eran falsas de toda
falsedad. La ciencia es autocrítica y autocorrectiva y arriba a
verdades transitorias que son, en último análisis, errores
momentáneamente (y sólo momentáneamente) irrefutables. Es
probable, como diría Romain Rolland, que la VERDAD no exista, lo
que existe es una pléyade de seres humanos que se afanan en su
búsqueda.
¿Procedemos en
forma científica cotidianamente con nuestros enfermos?
¿Sometemos rigurosamente cada hallazgo semiológico a su
verificación? ¿Utilizamos recursos incuestionablemente
verificados a la hora de indicar tratamientos? Convengamos,
lector, que la respuesta es no, un no categórico y resonante,
pero en todo caso ¿deberíamos hacerlo siempre?
Por cierto que la
utilización de técnicas diagnósticas y terapéuticas puramente
empíricas y carentes de todo sostén experimental no es un
procedimiento de aplicación recomendable, pero es indiscutible
que a menudo percibimos señales en palabras dichas entre líneas,
en gestos, en actitudes que nos abren de par en par las puertas
del diagnóstico con más precisión que el más sofisticado examen
de laboratorio. Tantas veces una enfermera nos llamó con
urgencia para que acudiéramos a evaluar a un paciente “porque lo
veía mal” y no podía explicarnos por qué. Ella ignoraba los
mecanismos patogénicos de la sepsis sistémica, los intrincados
caminos de la difusión de gases en el pulmón, los pasos que
conducen a la catástrofe de la falla multiorgánica, pero sabía
con toda certeza que “de pronto se puso mal y comenzó respirar
con dificultad”. Esa es la enseñanza cognitiva de la
experiencia; es el “ojo clínico” de los médicos de antaño o “el
olfato” con que algún internista supo deslumbrarnos alguna vez.
No se me escapa que
los avances de la medicina se originaron siempre en los
descubrimientos de grandes científicos, de biólogos, de
químicos, de genetistas, de farmacólogos y aun de aquéllos que
no siendo tan grandes, no habiendo recibido el premio Nobel, han
hecho también sus contribuciones importantes. Decía Alfredo
Lanari que la ciencia avanza igualmente y en forma muy
significativa, por el aporte silencioso y humilde de
investigadores de segunda línea. Es verdad todo esto, pero no lo
es menos que la realidad, que he renunciado por incapacidad a
definir, se llega a abarcar por diversos caminos. La ciencia es
uno de ellos, pero no más que eso, un camino. Hay otros, tan
válidos y tan respetables como la ciencia.
Los médicos debemos
entender, aunque algunos piensen que pueden perder un supuesto
prestigio admitiéndolo, que no somos científicos. Esta propuesta
que hago no provocará que le cambie el adjetivo al comité que
honrado y complacido presido hoy, pero me parece que tenemos que
aceptar que nos valemos de lo que nos enseñan ellos, los
verdaderos científicos y a eso le agregamos ese valor difuso e
inasible que es la comprensión humana. Conocer y comprender no
son sinónimos; la comprensión tiene un componente emocional que
la ciencia es incapaz de abarcar. La ciencia nos puede explicar
el dolor en los vericuetos de su neuroquímica, sus receptores y
sus vías nerviosas, pero nada puede decirnos del sufrimiento. Y
es en ese afán de comprender además de conocer que el médico no
debe renunciar a la exploración prudente pero desinhibida de
nuevas estrategias.
|