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Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 
 

Editoriales
 

LAS ENFERMEDADES MALIGNAS

 

Alcides A. Greca

 

            Algo de malo deben tener las enfermedades malignas para que las llamemos así. Por lo general, aquello que nos evocan es la posibilidad de conducirnos a la muerte, con todo el desasosiego que eso implica para médicos y para enfermos. En algunos casos adjetivamos malignas a enfermedades no muy frecuentes, pero potencialmente muy graves, que de pasar inadvertidas pueden ser mortales. Tal el caso de la hipertensión arterial maligna, la hipertermia maligna o el síndrome neuroléptico maligno.

 

            Mucho más comúnmente cuando hablamos de malignidad nos referimos al cáncer. Decimos que en la muestra de tejido analizada existen células malignas, que a veces vestimos con eufemismos como “neoplásicas” o “atípicas”. Digo eufemismos porque neoplasia es algo nuevo que se ha formado (por lo general un tumor) y por tanto puede ser tanto benigno o maligno; atípico por su parte, es aquello que no es típico (o común, o frecuente, o clásico, como se prefiera, según los casos). A veces nos mostramos sorprendidos porque un tumor histológicamente benigno, por su particular localización que lo hace quirúrgicamente irresecable, o que compromete estructuras vitales, tenga una evolución tan nefasta que impida la supervivencia del enfermo. Una evolución maligna de una enfermedad benigna. Un evidente contrasentido, lingüísticamente hablando.

 

            Como siempre, el lenguaje nos ayuda a desembarazarnos de la angustia o nos deja entrampados en contradicciones que tienen generalmente relación con contenidos inconscientes que entran en colisión con conocimientos científicos.

 

            Numerosas enfermedades pueden tener una evolución fulminante y como tales son capaces de acabar con la vida en horas o días y no pocas veces irrumpir de improviso como muerte súbita, situación en que la primera manifestación patológica resulta ser la última. Ejemplos abundan: numerosas enfermedades cardiovasculares, infecciosas, autoinmunes, cuadros tóxicos, etc. En esos casos, es evidente, no existen las temidas células neoplásicas, atípicas o malignas, y curiosamente estos cuadros, aunque gravísimos, no nos infunden el mismo temor, probablemente porque no tienen el mismo valor simbólico que el cáncer para nosotros.

 

            Como contracara, muchos cánceres alcanzan la curación definitiva, algunas veces por ser detectados tempranamente como resultado de una eficaz medicina preventiva y en otros casos por ser de los cada vez más numerosos que tienen alto porcentaje de respuesta a los tratamientos oncológicos modernos (nuevos esquemas de quimioterapia y radioterapia, inmunoterapia, hormonoterapia e incluso terapia génica). Sin embargo, al menos en los países de cultura latina (porque esto es muy distinto para los sajones, por ejemplo), hablamos en voz baja u omitimos la palabra cáncer como si nombrándola estuviésemos convocando a un temido demonio.

 

            ¿Dónde está en realidad, lo malo de las enfermedades malignas? Me atreveré a proponer una nueva interpretación que se basa esencialmente en la calidad de vida y no en su extensión temporal. Son malignas, tengan o no células “atípicas”, aquellas enfermedades que deterioran tanto nuestra manera de vivir que nos hacen sentir que la vida misma, ya no tiene sentido. Y esto ocurre, en circunstancias especiales que son distintas para cada ser humano, según sean su historia personal, sus circunstancias y sus creencias. Para algunos, tan solo respirar es algo que vale la pena en toda situación y debe ser mantenido a toda costa. Otros en cambio piensan, como decía Simone de Beauvoir, en su libro “La vejez” que la vida deja de tener sentido cuando ya no somos capaces de dar sentido a la vida de los otros, a través de la piedad, la amistad, el amor…

 

            Todas son visiones respetables y deberían discutirse con el paciente cuando éste está aún en pleno uso de sus facultades intelectuales y de su integridad emocional; por ende, en condiciones de elegir, porque no lo está quién enfrenta el tramo final de su existencia. Y el médico, intentando siempre exorcizar demonios, debería utilizar con más cuidado la denominación de malignas para ciertas enfermedades, a fin de no caer en el pecado de crear desmesuradas expectativas pero tampoco de cerrar la puerta a la esperanza.

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