La metonimia y los
avances médicos
Alcides A. Greca
Si fui capaz de ver más lejos que nadie,
fue porque pude encaramarme
a los hombros de gigantes.
Isaac Newton
(1642-1727)
Es común que se diga que la medicina avanza a vertiginosa
velocidad y que es muy difícil mantenerse al tanto de las
innumerables novedades que se producen a diario en todos los
campos. Suele decirse también que un médico que estudia dos
horas diarias (y todos sabemos lo difícil que es, en la atareada
práctica de hoy), quitando tiempo al descanso o al desarrollo de
otras actividades (culturales, deportivas, etc.), sólo es capaz
de leer un 2% de lo que se publica cotidianamente en su
especialidad.
Resulta desmoralizante por donde se lo mire. No sería ilógico
pensar que el médico está destinado a convertirse en pocos años
en una suerte de pieza de museo, impotente para abarcar una
producción de conocimiento incesante y por consecuencia,
inasible.
Antes de sucumbir a una desesperada resignación, creo que
debemos darnos otra oportunidad y preguntarnos: ¿Qué son los
avances en Medicina? ¿Son tantos en realidad? Y es así que
podemos repasar en la memoria los últimos trabajos que hemos
leído en las revistas médicas que consultamos habitualmente. Aun
en las más prestigiosas, es frecuente encontrar publicaciones
que no son más que meras repeticiones de experiencias
anteriores, totalmente faltas de originalidad, que tienen
aspectos metodológicos cuestionables o en no pocos casos, que
representan sin poder disimularlo, diseños tendenciosos que
responden a los intereses económicos o políticos de los
patrocinadores.
Un trabajo importante es aquel que supera la prueba del tiempo y
que se convierte en cita obligada para los investigadores que se
ocupan del tema en todo el mundo. Nada importa que sus hallazgos
hayan sido refutados por otros posteriores; los verdaderos
avances son peldaños en los que la comunidad científica apoya su
pie, para elevarse. Los “gigantes” de Newton han provocado
enormes saltos en el conocimiento y han quedado allí para los
tiempos, como mojones en los que sucesivas generaciones han
abrevado para poder avanzar.
La pléyade de fisiólogos que investigaron incansablemente, no
hicieron más que demostrar una y mil veces que la homeostasis
fisiológica que Claude Bernard formuló empíricamente era una
hipótesis absolutamente correcta. La astrofísica del siglo XXI,
con todo su desarrollo, no ha hecho más que engrandecer la
genialidad del pensamiento de Einstein. La moderna genética no
ha podido modificar un ápice las clásicas leyes de Mendel. La
multitud de pensadores que han pasado más de un siglo
discutiendo y reformulando el pensamiento de Sigmund Freud, no
han podido desmerecer en nada la brillantez de la idea del
inconsciente.
Si pensamos en los medicamentos de que disponemos para tratar
las enfermedades que enfrentamos a diario, veremos que son muy
pocos los que no han caído rápidamente en desuso y se han
deslizado lenta pero irremisiblemente hacia el olvido. Sólo unos
pocos siguen vigentes luego de muchas décadas. Se podría
mencionar a la digital (más de doscientos años), las sulfamidas,
la penicilina, la aspirina, la insulina y no muchos más.
Si un profesor dijera hoy a sus alumnos que va a desarrollar en
una conferencia el tratamiento de la parálisis agitante,
probablemente los estudiantes lo mirarían azorados sin lograr
descifrar a qué se va a referir. La duda desaparecería
inmeditamente si dijera simplemente: Se trata de la enfermedad
de Parkinson. Lo mismo ocurriría con el Crohn, el Hodgkin o el
Alzheimer; cuadros clínicos descriptos con tal diáfana
brillantez que el paso del tiempo, no sólo no logró modificarlos
sino que no hizo más que fusionarlos metonímicamente con el
nombre de sus autores.
La ciencia, decía el Dr. Sol L. Rabasa, destacado científico de
la ciudad de Rosario, recientemente fallecido, no avanza a pasos
agigantados como comúnmente se dice. Lo hace en forma incesante,
pero lenta. Los avances auténticos son productos de las mentes
de verdaderos elegidos, que sólo aparecen de tanto en tanto.
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