EL
PODER DE LA PALABRA Y EL CONFLICTO DE LOS MÉDICOS
Alcides A. Greca
La
palabra lobo no muerde. El que muerde es el lobo.
La
palabra no muerde. El que muerde es el poeta.
Mario Trejo
Curiosa relación la de los médicos con la
palabra. Imposible evitarla, a menos que se trabaje entre las
cuatro paredes de un laboratorio y se manejen datos desnudos o
se dialogue imaginariamente con cobayos u otros animales de
experimentación. Si lo que pretendemos hacer de nuestra vida
profesional es asistir enfermos, tendremos que hablar (y para
eso nos preparamos con esmero) y tendremos que escuchar (lo cual
nos resulta mucho más difícil y a primera vista, peligroso). Es
que a menudo nos cuentan historias los pacientes, que nos
sorprenden, que nos inquietan, que nos perturban, que nos
involucran. Y a decir verdad, las más de las veces, simplemente
no sabemos qué cosa hacer con ellas.
Es así que cuando el relato se pone “demasiado”
subjetivo (¿y de qué otra manera puede ser, desde que es un
sujeto el que tenemos enfrente?) y sentimos que la cosa nos
acerca a un impacto emocional que nos costará tolerar, cambiamos
el registro de nuestro diálogo y reemplazamos el relato del
paciente por un interrogatorio a nuestro cargo. Así nos sentimos
mucho más seguros, pisando tierra firme, conduciendo la
conversación y sin la posibilidad de oír cosas que preferimos
ignorar. A menudo no somos conscientes (y otras veces sí lo
somos, y aun así, elegimos no saber) de que perdemos información
muy valiosa, que no puede revelarse ante nuestras preguntas
cerradas, que sólo se pueden responder con monosílabos o con
escuetas y brevísimas frases.
Los fracasos diagnósticos no se hacen esperar y
se suceden uno tras otro con monótona regularidad. Aun así, nos
lleva un largo tiempo comprender que debemos escuchar más y
mejor y que no siempre estamos obligados a responder. Una mirada
o un silencio comprensivo son siempre mucho más eficaces que una
salida circunstancial, dicha sin convicción y por tanto, vacía
de sentido para quien la recibe.
A la hora de tener que hablar para dar un
diagnóstico o un pronóstico en términos de calidad de vida o de
posibilidad o cercanía de la muerte, optamos por evitar las
palabras, en especial aquéllas como cáncer, que tienen en el
imaginario colectivo simbolizaciones muy negativas, de las que
carecen otras palabras que representan enfermedades de igual o
mayor gravedad. Las razones de este fenómeno deben buscarse en
raíces culturales de cada sociedad que, aunque apasionantes,
implican una labor que excede a estas líneas.
No sería justo atribuir este rasgo
exclusivamente a los médicos. Toda nuestra sociedad intenta
contrafóbicamente, ocultar o negar el dolor y la muerte. Ante el
final de la vida de algunos artistas de gran repercusión
popular, es común escuchar declarar a familiares, amigos o
simples conocidos o admiradores de su obra, que no han muerto en
realidad, que han salido de gira. Decir que ya no están, que
nunca más estarán más que en nuestra memoria, finita como ellos
mismos y como todos nosotros, y que algún día, antes o después,
nada quedará, es algo que se hace muy difícil de asimilar. No
menos curiosa es la despedida con aplausos, vítores y canciones
casi festivas que se puede presenciar en algunas exequias, en
lugar del recogimiento acongojado que sería más acorde con las
circunstancias.
La palabra y el médico no pueden separarse,
desde que son seres humanos médico y enfermo y que sólo a través
de ella se pueden vincular. Los silencios oportunos (ausencia de
discurso) no son espacios vacíos; muy por el contrario, son
momentos que están llenos de significado emocional y por ende,
respetarlos y sostenerlos tiene una trascendencia superlativa.
La palabra oída y la palabra pronunciada, la palabra omitida y
la palabra tergiversada, la palabra sonora y la palabra muda,
tienen todas, una función de curación o de daño, de confortación
o de hastío, de comprensión o de abandono. Es un arte manejar la
palabra y aquello que de arte tiene la medicina se relaciona
íntimamente con ella. |