La medicina
protocolizada
Alcides A. Greca
Hace ya
largos años, Patricio M. Cossio y Roberto M. Arana publicaron
una editorial en la revista Medicina (Buenos Aires) titulada “La
generación del 60: el lirismo y la bohemia en medicina”.(1) Su
lectura hoy, a más de un cuarto de siglo de distancia, permite
contrastar aquella realidad romántica con esta posmodernidad que
vivimos, que todo lo ha atravesado, incluyendo por supuesto a
nuestra profesión.
Refiriéndose al acceso a las publicaciones dicen Cossio y Arana:
“Un lector científico en Argentina debe ser un atleta, un
insomne, un profundo conocedor de todos los medios de
transporte, de todas las revistas que reciben los conocidos y
molestar a los amigos que tiene en el extranjero para que le
manden fotocopias.”
Releer
estas líneas, seguramente arrancará en los lectores que peinamos
canas desde hace rato, una sonrisa evocadora y melancólica. Al
médico joven, en cambio, esta referencia apenas logrará
provocarle una expresión de incredulidad y desconcierto y no le
hará desviar los ojos de la pantalla de su computadora, donde ve
bajar artículos de Internet, habituado como está, casi
“genéticamente”, a la maravilla de la instantaneidad.
Las
remuneraciones ridículamente exiguas que perciben docentes e
investigadores no han cambiado mayormente en estos últimos
veinticinco años, reflejo notorio del desinterés que las
autoridades de distintas épocas y de diferentes orígenes y
signos políticos, han demostrado por estos aspectos del quehacer
social. “Los investigadores – continúan Cossio y Arana – no
quieren “hacerse ricos” con su trabajo; otra cosa los anima. Sin
embargo, no pueden ser víctimas y no se los puede privar de por
lo menos las comodidades de una clase media normal. Es inaudito
que tengan serios problemas si se quieren casar, si tienen otro
hijo o si se enferman. Y esto es más urticante cuando a veces
este ascetismo es aparente y tácitamente es aprobado por
personalidades importantes de nuestro mundo científico, como un
ejemplo de la austeridad que hace a la vocación del científico.
La persecución del status es una frivolidad que tiende a
repugnar a un intelectual. Pero el falso ejercicio del
antistatus no es muy diferente.”
En el
mundo de hoy, en el que la lógica del mercado nos ha hecho creer
que el “dollar making” es una prioridad esencial y que lo
que no puede venderse carece de valor, el párrafo citado resulta
una antigualla sin atenuantes. A nadie repugna en los tiempos
que corren, la persecución del status. Antes bien,
fascina a casi todos, incluidos los intelectuales.
En este
nuevo escenario, se ha producido la combinación de diversas
circunstancias de peligrosas consecuencias: a) pauperización
creciente del trabajo médico con condiciones laborales y
remuneraciones indignas, b) postergación constante de la
actividad docente y de la investigación científica en los
presupuestos estatales, c) un mercado que incentiva la
consecución de logros económicos, no como antaño, como producto
de un largo y sostenido esfuerzo, sino con la misma
vertiginosidad a la que nos tiene acostumbrados la Internet.
Al mismo
tiempo, ha surgido una nueva forma de investigación científica,
especialmente dirigida a los agentes terapéuticos que requiere
tamaños muestrales enormes (por lo general millares de
pacientes), organización multicéntrica e internacional. Esta ha
sido la esencia de lo que hoy se conoce como medicina basada en
la evidencia, que algunos han adoptado con una adhesión casi
religiosa, pero que, sin desmedro de sus múltiples aspectos
encomiables, tiene otros de notoria endeblez epistemológica y
metodológica.
Esta nueva
forma de investigación requiere una infraestructura y un
desarrollo logístico de enorme costo económico y dicho costo
está absolutamente fuera del alcance de investigadores
independientes, instituciones científicas y universidades. Es
evidente entonces, que solamente pueden ser afrontados por
organismos gubernamentales y empresas privadas (en este caso,
grandes compañías farmacéuticas).
Los
“protocolos” originados en estos organismos y empresas
proliferan por doquier y han instalado esta forma de
investigación clínica con características totalmente novedosas,
inimaginables para esa élite científica (al decir de Cossio y
Arana) de la generación del 60.
Personalmente, me pronuncio a favor de que se lleve a cabo esta
práctica, mientras sea rigurosamente controlada en sus aspectos
metodológicos y éticos por los organismos estatales respectivos.
Me parece imprescindible la investigación de la seguridad y
eficacia de los nuevos fármacos en seres humanos y me parece
correcto y ético que se remunere adecuadamente a quienes
realizan la tarea.
Veo sin
embargo, dos peligros que acechan: a) que los médicos jóvenes y
no tan jóvenes confundan el fascinante mundo que transita el
investigador científico, donde todo es inquisición y búsqueda
constante, con el burocrático llenado de planillas de datos para
remitir al exterior y se denominen a sí mismos “investigadores
clínicos”, b) que la seducción del mercado y la persecución del
status acabe convenciéndonos de que es ésta una nueva
forma de que el médico se gane la vida y que lleguemos a sentir
que es mucho más atractivo tener un par de pacientes “del
protocolo” que afrontar una atareada tarde de consultorio.
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