El
enigma del síntoma
Alcides A. Greca
En
la Sección “Medicina y Cultura” de este sitio informático,
Ricardo Bazet nos ofrece una teoría general del síntoma de muy
recomendable lectura (abrir).
Me propongo considerar ahora el asunto desde una perspectiva
diferente aunque sin duda, en muchos aspectos concordante con la
visión de Bazet.
El síntoma es la forma más común de vinculación
entre paciente y médico. Es cierto que existen individuos
cuidadosos de su salud que acuden a nuestros consultorios en
condición asintomática, con el objeto de hacer un control
general y de detectar enfermedades ocultas. Estos casos son los
menos.
Por lo común, los pacientes consultan cuando
sienten dolor, disnea, prurito, u otras sensaciones vinculadas
con el cuerpo, o percepciones más difusas pero no menos
intensas, que se refieren a su estado de ánimo como desasosiego,
angustia o alguna de las múltiples formas de la torturante
vivencia de la depresión.
Aquellos que enfáticamente nos dicen: “Yo estoy
bien, simplemente quiero chequearme porque ya llegué a una edad
en la que es bueno saber cómo anda la máquina” nos transmiten, o
pretenden transmitirnos una imagen un tanto maníaca, con un
mensaje que podría decodificarse como “Tengo todo bajo control y
quiero que eso siga siendo así”.
Los médicos nos dejamos confundir muchas veces
por este tipo de pacientes. A poco de avanzar la conversación y
con unas pocas y precisas preguntas, se pone de manifiesto
claramente que los síntomas están presentes, a menudo desde hace
mucho tiempo, pero que por diferentes causas han sido ocultados,
menospreciados o directamente negados.
Los médicos con poca experiencia pueden llegar a molestarse
mucho al descubrir estas cosas. No pocas veces creen haber sido
burlados o suponen que el paciente pretendió engañarlos o
tomarlos por tontos. La relación entonces se tensa y pueden
surgir agresiones veladas con el agrio sabor de la ironía o el
sarcasmo. Médico y paciente no seguirán mucho tiempo juntos en
tales condiciones y es probable que la enfermedad que subyace y
que el paciente guarda como un secreto que ni siquiera se
confiesa a sí mismo, avance en silencio y se haga evidente mucho
tiempo después, cuando quede poco por hacer o en el peor de los
casos se muestre con la apariencia horrorizante de la muerte
súbita.
En otras ocasiones los esfuerzos del médico por mitigar el
síntoma se ven condenados al reiterado fracaso. El ejemplo más
notorio es el del dolor. El médico se siente desanimado no pocas
veces cuando el paciente vuelve y repite casi como un castigo:
“Su tratamiento falló una vez más, doctor. El medicamento que me
dio no me hizo nada”.
Las vivencias de ese momento pueden ser variadas: intentar algo
nuevo, más potente, hacer una consulta con un colega dedicado a
la medicina paliativa (variante de la opción anterior) o ensayar
una derivación elegante a un especialista de más experiencia
como forma consciente o inconsciente de sacarse el problema (el
paciente) de encima.
Tanto en esta situación como en la anterior la enfermedad
permanecerá irresuelta y el paciente seguirá por la vida
proclamando su desconfianza o su descreimiento en los médicos,
dada su mala experiencia con ellos. Y el médico, habituado a
recabar información sobre los síntomas de manera mecánica y
fragmentaria (forma de comienzo, maniobras aliviadoras, factores
agravantes, respuesta a tratamientos, etc.), se quedará
frustrado sin lograr entender por qué falló si hizo las cosas
bien, según dicen los libros o por qué aquel paciente que lo
dejó tan molesto, no volvió al consultorio. Posiblemente intente
atenuar su frustración y su malestar pensando que fue mejor así,
que seguramente se ahorró un problema mayor.
¿Qué nos dicen los síntomas? Detrás de ellos casi
invariablemente se esconde el temor a la muerte, a la invalidez,
a la pérdida del atractivo físico, a la dependencia de los
demás, al abandono, a la soledad…
Otras veces la persistencia del síntoma permite mantener en el
medio familiar o social una situación de privilegio o el
ejercicio del poder. Es entonces cuando la comodidad o el afán
de mando mantienen incólume al síntoma resistiendo a los
tratamientos más eficaces.
“Cuénteme qué piensa Ud. de este problema” o “¿Cuáles son sus
temores?”, son preguntas seguramente iluminantes para el médico.
La respuesta a menudo resulta inesperada, sorprendente, en las
antípodas de las suposiciones del profesional.
Cuando el dolor es una manera de acercar algún afecto esquivo,
una forma de generar interés en los demás, un recurso para que
nos presten atención, es difícil que renunciemos a él borrándolo
con analgésicos. Cuando gracias al dolor conseguimos que nos
oculten situaciones incómodas o que otro se encargue de
conflictos que esperarían nuestra resolución, porque a nosotros
nos deteriora nuestra ya endeble salud, no es probable que
digamos un día: “Ya estoy bien, ahora puedo hacerme cargo de
todo”. Si el dolor nos permite impedir que alguien haga ese
viaje que planeaba hacer contra nuestra voluntad, seguramente no
le confesaremos que el dolor ha cesado.
El síntoma es un puente, un pedido de ayuda o un recurso a
utilizar con buenas o malas artes y en algunos casos que se
encuadran en lo delictivo o lo psiquiátrico, una herramienta de
la simulación.
Aprender a escuchar, a interpretar medias palabras, miradas y
actitudes, son recursos de incalculable valor a la hora de
entender a aquél que nos trae el síntoma como una propuesta.
Podremos aceptarla, abriendo un espacio infinito de conocimiento
para ayudarlo a comprender lo que le pasa en realidad, o
rechazarla, encasillándonos en la mera prescripción de
medicación "sintomática" que casi nunca resuelven los síntomas
cuando ni siquiera hemos llegado a enterarnos de qué se esconde
detrás de ellos. |