DE
HONORES Y HONORARIOS
Alcides A. Greca
La
remuneración del trabajo tiene varias denominaciones: a)
salario, para referirse a lo percibido en forma periódica por el
trabajador en relación de dependencia con un empleador (voz que
hace referencia a que en la antigüedad se retribuía el trabajo
con sal), b) sueldo, por lo general entendido como remuneración
mensual, c) jornal, para la retribución diaria o por jornada.
Curiosamente, para las profesiones liberales en las que por un
determinado trabajo se pacta un cierto pago en forma libre, se
utiliza la palabra “honorario”. Sin duda alguna, la remisión al
honor, es inmediata. Si bien para algunos, esto hace referencia
a que así se entendía la retribución en la corte de honor de los
reyes, es difícil dejar de pensar en que al pagar un honorario
estamos haciéndolo por el honor que el profesional en cuestión
nos ha hecho al brindarnos sus servicios.
Por
contrapartida, hay situaciones en donde quien trabaja se siente
honrado por desempeñar la función y por ello no requiere
retribución pecuniaria y lo hace ad honorem (por el
honor).
Sea
una u otra la situación, es indudable que el honor y el trabajo
profesional están lingüísticamente relacionados y por ello
vinculados profundamente en nuestro universo simbólico.
A los
médicos (es bien sabido) nos cuesta hablar de dinero y abordar
el tema de nuestros honorarios (que siempre nos parece espinoso)
con los pacientes. Pese a que el enfermo idealiza al médico para
considerarlo en condiciones de devolverle su perdida salud, y a
no dudarlo para quien esto padece no hay mayor honor que
permitirle volver a su estado anterior (aunque esto no sea más
que una ilusión), hemos sido los propios médicos quienes
instalamos la idea de que la nuestra es una misión humanitaria
que no debe medirse en términos de dinero. Una sonrisa o un
apretón de manos agradecido es para nosotros suficiente paga.
Esta
actitud quijotesca (dirán algunos), ingenua (pensarán otros) o
hipócrita (los menos condescendientes) lleva irremisiblemente a
la frustración, la desazón y el encono. El médico se siente
desvalorizado y reacciona inconscientemente contra su paciente.
El envenenamiento de la relación entre ambos, (fácil es
advertirlo), resulta inevitable.
La
bendición de los enfermos no paga las cuentas que el médico debe
afrontar todos los días y es así que la imagen del buen
samaritano no tiene otro remedio que desvanecerse.
¿Es
posible desandar este camino y volver a colocar el trabajo
médico en el lugar que le corresponde, es decir en el de una
prestación profesional? Sin duda lo es, pero no resulta tarea
sencilla. Es necesario desmontar un paradigma (“el servicio del
médico no se paga con dinero”) y formular otro mucho más
realista (“no sólo de pan, pero también de pan, vive el
hombre”). Decía Albert Einstein que más fácil resulta desmontar
un átomo que desarmar un paradigma.
Comencemos por sincerarnos, por hablar claro antes de actuar
nuestros resentimientos. El paciente al fin y al cabo, no es
culpable de nuestros errores ni de nuestras presunciones y
vanidades de benefactores de la humanidad.
Nadie
trabaja a título gratuito. Ni siquiera los que lo hacen ad
honorem; ellos renuncian a la paga en dinero, pero reciben y
esperan formación profesional, crecimiento intelectual o
gratificación personal. Cosa diferente es regalar nuestra labor
voluntariamente, a quien nos une el afecto. Esto no es otra cosa
que un acto de amor y los actos de amor (dicen algunos) son
gratuitos. Alguien podrá preguntarse si existe el amor que nada
espera a cambio. Pero ése es tema para otro análisis que excede
el objetivo de estas líneas.
Aboquémonos de una vez los médicos a pensar y a hablar de la
retribución de nuestro trabajo. Sin reservas y con sinceridad.
Decía Sigmund Freud que en la psicología del hombre de nuestros
días existen dos grandes tabúes, el sexo y el honorario. En
cuanto al primero – sostenía – hemos avanzado bastante; en lo
que se refiere al segundo, nos falta un largo camino por
recorrer.
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