Los libros
obligatorios
Alcides A. Greca
Es
conocido que Borges recomendaba a sus alumnos de literatura
inglesa no leer a los críticos sino leer directamente a los
grandes autores, aun a riesgo de no comprenderlos. Al menos –
decía – se podrá apreciar la música de esas páginas eternas. Se
cuenta que cierta vez, al culminar una conferencia, alguien del
auditorio le preguntó como se hacía para reconocer un texto de
valor. Serenamente y con su discurso en apariencia vacilante,
Borges respondió: Si usted lee un poema, y ese poema no lo hace
feliz… no se preocupe, es que el poeta no ha escrito para usted;
si usted inicia la lectura de un libro y no lo disfruta,
abandónelo sin más. Es que ocurre una de dos cosas: el libro no
es digno de usted, o usted no es digno del libro.
Borges no creía en la obligación de la lectura. Sólo
la concebía como una fuente de placer. Sin embargo, cabe
preguntarse: ¿Se puede prescindir de los libros “difíciles”? ¿Es
posible mantenerse ajeno a esos grandes textos que han superado
los tiempos y que en verdad, nos cambian la vida? Decía Ezra
Pound, que quien desconocía La Divina Comedia, era un ignorante
nada más que por eso. Probablemente sea una verdadera obligación
espiritual asomarse, aunque más no sea, al Quijote, a las más
grandes obras de Shakespeare, a Dante, a Tolstoi, a Proust, y
seguramente una mínima sensibilidad nos hará ver la vida en
forma distinta de allí en adelante.
El tema de los textos obligatorios tiene, sin
embargo algunos otros aspectos interesantes para analizar.
Quienes nos movemos en el ámbito educativo, hemos sufrido alguna
vez en carne propia, o hemos visto no sin sorpresa que con
frecuencia, algunos docentes (a menudo prestigiosos
catedráticos) proveen a sus alumnos una lista de libros “de
lectura imprescindible”. Podría preguntarse ¿imprescindible para
qué?, ¿para crecer intelectualmente?, ¿para ampliar la
cosmovisión de los jóvenes? La verdadera y a menudo inconfesada
respuesta es por lo general decepcionante: Imprescindible para
aprobar los exámenes.
Es consecuentemente habitual, escuchar a alumnos
ansiosos, preguntar: ¿cuál es el texto que sigue la cátedra?, o
a profesores decir que determinado autor no es aceptado porque
la cátedra no comparte sus conceptos. Cuando estas cosas suceden
en la Universidad no se puede evitar sentir cierto estupor.
“Universitas” (conocimiento universal) supone dar lugar a
cualquier forma de pensamiento. Buscar la verdad es tarea de
mentes abiertas. Curiosamente los docentes que marcan a sus
alumnos textos de cabecera obligatorios, son los mismos que
hablan en otros ámbitos sobre la necesidad de fomentar el
pensamiento creativo, el autodidactismo y la reflexión crítica.
Es una de las tantas asimetrías que vemos a diario
entre conducta y discurso. Es imposible no interrogarse: ¿Por
qué debe la cátedra “seguir” a un autor determinado? ¿En qué
reside el problema (o el peligro) de que los jóvenes conozcan
enfoques distintos de los que sostienen sus educadores? La
educación no tiene un elemento dador (el docente) y otro
receptor (el alumno). Alcanzar el conocimiento es siempre una
empresa cooperativa. En realidad, solamente se aprende cuando
todos aprenden, en la apertura mental, en la reflexión, en el
cuestionamiento constante.
Cuando a veces se habla en la Universidad de
resabios de autoritarismo (concepto muy confundido en la
Argentina, probablemente como consecuencia de nuestros años de
dictadura), pocas veces se recuerda este verdadero autoritarismo
intelectual que es el peor de todos. Y lo es porque no intenta
imponer pautas de conducta o adhesiones sumisas a determinadas
posturas políticas; intenta algo mucho más grave y profundo:
fomentar un encasillamiento del pensamiento que impide de por
sí, todo intento de maduración y crecimiento. |