Pedagogía
Universitaria: ¿Qué enseñamos? ¿Qué aprendemos?
Alcides A. Greca
Enseñar no es una función vital porque no tiene fin en sí misma;
la función vital es aprender.
Aristóteles
Todos somos muy ignorantes, pero no todos ignoramos las mismas
cosas.
Albert Einstein
La formación de recursos humanos en las carreras
universitarias es motivo de debate y controversia desde hace
décadas. Particularmente en medicina, se plantean dos grandes
interrogantes, a saber: a) qué médico queremos formar, b) qué
tipo de preparación tienen los docentes encargados de formarlo.
A la primera de estas preguntas, aparentemente se le ha podido
dar una respuesta, que en general refleja el consenso de la
mayoría de los universitarios: el médico que egresa de las aulas
debe estar sólidamente capacitado para resolver problemas de
atención primaria de la salud; esto supone ser capaz de
enfrentar, en un primer nivel de complejidad, situaciones
vinculadas con la Pediatría, Ginecología y Obstetricia, Clínica
Médica y Clínica Quirúrgica, estando en condiciones incluso de
practicar procedimientos de cirugía menor. Todos estamos de
acuerdo en que la formación de grado no debe propender a lograr
especialistas; la especialización es un objetivo del posgrado.
El segundo de los cuestionamientos tiene una
respuesta más compleja y matices diversos. Es por ello que las
Facultades de Medicina han recurrido a expertos en la temática
pedagógica, por lo general especialistas en las llamadas
ciencias de la educación. La intervención de estos nuevos
actores en la planificación de la currícula médica ha producido
un cambio profundo y un verdadero giro copernicano en la forma
de enseñar medicina. Se ha pasado sin escalas del aprendizaje al
lado del maestro y de una enseñanza teorizante basada en la
clase magistral, con pasividad de un alumnado preocupado por
absorber, por lo general acríticamente, lo que se le decía en
esos encuentros multitudinarios, con el fin fundamental de
aprobar los exámenes, mojones ineludibles en la carrera hacia el
título profesional; a otro donde todo se centra en la discusión
grupal (con número reducido de alumnos) de problemas, tutelada
por un docente que sólo debe evitar el desborde en lo que se
discute, pero que cuanto menos intervenga, mejor.
El primero de los escenarios descriptos tiene, sin
duda, muchos puntos criticables, en especial el empirismo en la
forma de enseñanza (docentes sin preparación específica en
técnicas pedagógicas) y la falta de participación intelectual de
los alumnos, que como esponjas vivientes, solamente se preocupan
por “captar” qué tendrán que decir, llegado el momento del
examen. El segundo, en cambio, se ha denominado “centrado en el
estudiante”, intentando con esta denominación hacer referencia a
la incitación a la búsqueda, al cuestionamiento y al
autodidactismo. Para ello se ha hecho mucho énfasis en la
necesidad de que los docentes se capaciten para abandonar el
protagonismo de antaño y fomentar el protagonismo estudiantil.
Personalmente, la denominación “centrado en el
estudiante” me evoca un cierto dejo demagógico. Creo que debe
sonar como música a los oídos estudiantiles, tal vez porque en
esta etapa de nuestra formación todos hemos pensado que el
objetivo central de la universidad era la preparación de los
alumnos para llegar a ser profesionales idóneos. Algunas veces,
se ha llegado a decir con todas las palabras que la propia razón
de ser de la Universidad son los estudiantes y que ni siquiera
es concebible una Universidad sin alumnos.
La cosmovisión egocéntrica que caracteriza a los
jóvenes es una buena explicación para esta forma de pensar, pero
lo peligroso y lo preocupante, es que la han hecho suya un buen
número de profesores, lo cual en mi criterio, puede llevar a
transitar caminos equivocados.
La Universidad, sin duda, no pertenece a los
profesores ni a grupo social alguno, y esto fue dejado en claro
por las luchas estudiantiles y obreras que a principio del siglo
XX en la Argentina, produjeron la Reforma Universitaria. Tampoco
es patrimonio del estudiantado que a veces ha llevado a extremos
el cambio producido por la Reforma, malinterpretándola, y
creyendo por ejemplo, que estaba facultado para la toma de
alguna unidad académica o del propio Rectorado de la
Universidad.
La Universidad es una institución que la sociedad
toda ha creado y sostiene con su esfuerzo para darle la misión
de ser fuente de conocimiento original. Y es esta palabra
“conocimiento” la que define la verdadera razón de que un país
considere importante tener Universidades. Investigación,
extensión a la comunidad y formación de recursos humanos: he ahí
la razón de ser de la Universidad.
Enseñar a alumnos es una de sus funciones; ni
siquiera la más importante y va de suyo que en teoría, podría
existir una universidad sin alumnos aunque sin duda le faltaría
uno de sus elementos constitutivos.
Hace algunos años, mientras me encontraba visitando
el Instituto de Tecnología de Massachussets, una persona del
lugar me dijo, con legítimo e indisimulado orgullo que en el
cuerpo profesoral de la institución se desempeñaban en ese
momento 23 premios Nobel. Apenas repuesto del impacto que me
produjo la cifra, pensé si esos científicos de primer orden
internacional pasarían (como se dice actualmente en los informes
docentes) muchas “horas reloj frente a alumnos”. Me pregunté si
darían muchas horas de clase magistral o si coordinarían muchos
grupos de discusión, estimulando la generación de ideas por los
estudiantes, sobre las cuales ellos mismos debían producir un
debate autodidacta. Traté de imaginar si era posible que
estuvieran en sesiones de preguntas y repuestas denominadas
“consultas a expertos”.
Es evidente que la realidad era otra. Los premios
Nobel trabajaban en sus gabinetes, en sus laboratorios,
verdaderas usinas de ideas, de hipótesis de investigación
científica, de generación de preguntas más que de producción de
respuestas. ¿Y los estudiantes?
Los estudiantes, simplemente los veían trabajar y
buscaban en los textos y en los artículos de las revistas
especializadas las respuestas a las inquisiciones que los
maestros generaban incesantemente.
Aprender a aprender. Todos, docentes y alumnos. Pero
aprender en la búsqueda fecunda, no en la divagación sin rumbo y
sin guía. La función del docente en medicina, es a mi juicio,
tan simple y tan profunda como trabajar en voz alta. Es decir,
hacer público el pensamiento que en privado desarrolla todos los
días en su actividad profesional. Y viéndolo razonar, pensando
junto a él, los alumnos aprenderán a pensar y a su vez poco a
poco irán siendo capaces de aportar al razonamiento, que se
constituirá de tal modo en una montaña cada vez más rica, cada
vez más alta, cada vez más sólida.
El
docente dueño de la última información y transmisor exclusivo de
la misma es una especie que no está en extinción; ha sido
extinguida y sepultada definitivamente por la democratización de
la información que ha producido la Internet. Hoy es muy fácil
acceder a lo último que se ha publicado; lo que no es nada fácil
y para ello sigue siendo necesaria la figura del maestro es
adquirir una sistemática de pensamiento y una lógica para
reconocer, plantear y resolver los problemas.
En esta tarea fascinante de pensar en conjunto,
surgirán inevitablemente, preguntas y más preguntas. Es entonces
que el docente deberá proponer vías de búsqueda y de
investigación y a partir de allí la universidad, a través de
todos los actores mancomunados será fuente de conocimiento
nuevo, que aunque modesto, sumará al conocimiento general.
Solo así, me parece, se cumplirá el rol de la
universidad. Lo contrario es sencillamente, transformarla en una
mera fábrica de títulos.
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