El médico, el paciente y la muerte Alcides A. Greca
Estamos solos. Definitivamente no hay Dios y no hemos elegido este sitio. No sabemos para qué hemos sido procreados: sólo sabemos que vamos a morir. Pero nos ha sido dado – o hemos conseguido – el uso de la palabra, por la que convocamos la noche en pleno día, el mar a cien kilómetros de su olor, una mano sobre la espalda a varios años de distancia. El hechicero de la tribu sabe que comparte nuestro destino, y nos permite que también lo sepamos. Desde esa perspectiva lúcida y terrible la obra no puede entonces ser otra cosa que un castillo de cristal bajo el fragor de una tormenta, un hombre al borde del abismo, una llamada contra toda esperanza en el umbral exacto del silencio: la solidaria certidumbre de la soledad, de los gestos que rayan esa soledad con su ternura.
Alberto Cousté1
Prólogo del libro “El uso de la palabra” de Mario Trejo
El título de este ensayo es una obvia paráfrasis del título del clásico libro de Michael Balint “El médico, el paciente y la enfermedad”. Es notorio que en las escuelas de Medicina, se ha puesto siempre un gran énfasis en entender adecuadamente la enfermedad, menos en entender al paciente y muy poco en entender al médico, que históricamente ha sido concebido como un simple instrumento para lograr el objetivo de que el paciente se liberara de su padecimiento.
Va de suyo que semejante visión, que proponía un médico ajeno a su propia naturaleza de ser humano, que debía despojarse de todo componente emocional para ser más eficaz en su tarea diagnóstica y terapéutica, no podía dejar espacio alguno para comprender ni siquiera superficialmente el fenómeno de la muerte, que en este orden de ideas, era interpretado como el fracaso de la medicina, por cuanto significaba que ésta se declaraba impotente para mantener la vida, por todos los medios.
Evidentemente, la batalla, así planteada, estaba perdida de antemano, pero el médico, tan proclive a la omnipotencia, prefería negarlo y continuar con sus esfuerzos para posponer todo lo posible la inevitable frustración. “Se me murió”, es una expresión que frecuentemente pronunciamos con pesar, manifestando claramente nuestra sensación de fracaso en una empresa en la que habíamos asumido el desafío de una manera absolutamente personal.
El médico debe ineludiblemente comprender y aceptar su humanidad y desandar el camino recorrido hasta ahora por una formación excesivamente organicista. Es imprescindible formular una nueva cosmovisión y plantear nuevos paradigmas. La muerte, ya no se concebirá como un hecho funesto que da por tierra con todos nuestros afanes, sino como un proceso predecible, inevitable y absolutamente cierto en cuanto a su presentación más tarde o más temprano. Esta certeza, la única verdadera certeza del hombre, es la que hace del ser humano un sujeto metafísico. El hombre, ante la certidumbre de la muerte medita sobre el después y desarrolla una serie de mecanismos de pensamiento complejos y heterogéneos, de acuerdo con las pautas culturales y con la historia de vida de cada uno, para defenderse de la angustia.
En los países latinos, es común que no hablemos con los enfermos de la muerte, dándonos a nosotros mismos la excusa de que queremos evitar que se angustien. Cuando ellos mismos son los quieren hablarnos de su muerte, que ven cercana, frecuentemente los disuadimos con una frase “alentadora”, señalando una leve e intrascendente mejoría, para poner de relieve que esperamos, con toda confianza, posponer el final. No es necesario ser demasiado experto en cuestiones psicológicas para darse cuenta de que la angustia que intentamos evitar, soslayar, aplazar a toda costa, es simplemente la nuestra.
El uso de la palabra es una condición propia y distintiva del género humano y la vida y la muerte son grandes relatos, que merecen contarse y sobre todo, que merecen ser escuchados. Entrenar a los médicos en su capacidad de escuchar es una de las empresas en que más esfuerzo debemos poner quienes estamos empeñados en formar a los jóvenes colegas.
La intención de ayudar a nuestros semejantes, no pocas veces se ve frustrada, a pesar de ser incansables lectores de revistas científicas y de frecuentar los libros técnicos con gran asiduidad. Las causas de tal falla, no son muchas veces, atribuibles a los medicamentos prescriptos, ni a errores diagnósticos, sino a la incapacidad, por falta de preparación, de comprender lo que el enfermo realmente necesita en el final de su vida.
Nos cuesta dejar morir dignamente a nuestros semejantes, porque no logramos entender que aunque simbólicamente asumimos el rol del hechicero de la tribu, compartimos el destino de todos los demás.
A veces, un oído receptivo, una palabra reconfortante en el momento adecuado, una mano en la espalda de un hombre al borde del abismo, puede ser lo que permita que se produzca una llamada contra toda esperanza en el umbral exacto del silencio. Y a menudo esto es más valioso para bien morir, que cualquier medicamento “heroico” o que el más impactante avance tecnológico.
[1] Poeta y ensayista argentino, nacido en 1941. Reside actualmente en Barcelona.
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